En la comuna de Peumo, en la Región de O’Higgins, existe una antigua leyenda que ha sido transmitida por generaciones. La historia gira en torno al cerro Gulutrén, un lugar que destaca en el paisaje local y que, para muchos, guarda un secreto inquietante.
El diablo del cerro Gulutren
Dicen que hace años, el Diablo andaba suelto por Peumo. Pero no como sombra o espectro, no. Se paseaba como un vecino más, disfrazado de huaso bien plantado, montando un caballo renegrido, participando en rodeos, bailando cueca con las despreocupadas de la plaza y lanzando pallas entre risas. Le gustaba la vida del pueblo, menos la misa, las cruces y las campanas. Ahí no se le veía ni por si acaso.
Su mayor afición era la rayuela. Pero tenía un problema: no soportaba que marcaran cruces en la cancha, porque con ellas perdía siempre. Los peuminos, avispados, comenzaron a hacerle cruces escondidas y a ganarle sin misericordia. Hasta que un día el Diablo, harto de trampas, decidió jugar solo. Subió al cerro Gulutrén y desde la cima tiraba tejos que cruzaban el río Cachapoal y caían en una loma de Larmahue. Algunos dicen que esos tejos eran de oro, fundidos con un tesoro escondido por Pedro de Valdivia y hallado siglos después por el mismísimo Garrudo.
Y no era raro que, en noches de luna llena, se vieran luces extrañas desde la cima. No eran linternas ni fogatas. Eran destellos misteriosos, como si alguien —o algo— estuviera jugando rayuela con el cielo.
Uno de los episodios más inquietantes fue el de las monjitas del convento. Una madrugada, el cura López las buscó por toda la iglesia y no las encontró. Hasta que alzó la vista y las vio, confundidas y asustadas, sobre el techo del templo. Decían que una brisa con manos las arrastró hasta allá, y que antes de eso, habían sentido un deseo extraño de salir a ver lo desconocido. El cura las bajó con una escalera, las bendijo, les impuso penitencia… pero no sirvió de mucho. Porque días después, volvieron a desaparecer y amanecieron en lo más alto del cerro Gulutrén. Algunas aseguraban haber soñado con un hombre elegante que las invitó a una fiesta. Nadie pudo explicar cómo subieron allí.
El cura López, ya desesperado, mandó enterrar una cruz bendita en la cima. Pero al día siguiente, la cruz había ardido en la noche. Se escucharon risas desde el cerro, burlonas y profundas. El cura no se rindió. Reunió al pueblo, pidió ayuda, y construyeron una cruz de doce metros de madera, con base de ladrillo y fe. Durante un tiempo, el Diablo pareció haberse marchado.
Pero no por mucho. La cruz amaneció cortada. Algunos juraban que fue el propio Diablo, otros decían que peuminos sobornados hicieron el trabajo a cambio de buenas monedas. El cura López desapareció del pueblo —unos dicen que murió, otros que se fue derrotado— y Peumo volvió a su vida tranquila y pecadora.
Hasta que llegó el cura Eliseo Fernández Hidalgo. Más duro que el anterior y conocedor de las mañas del Garrudo, propuso algo impensado: levantar una cruz de fierro en lo alto del Gulutrén. Lo trataron de loco, pero poco a poco fue ganando apoyo. Peuminos de todas las creencias donaron materiales, dinero y trabajo. Con la ayuda de mulas, caballos y vecinos tenaces, subieron los trozos de metal. Así, una cruz de hierro de doce metros fue anclada sobre una base de concreto. Imponente. Inquebrantable. Definitiva.
Desde entonces, el Diablo no se ha vuelto a ver por Peumo. Pero quienes conocen bien el cerro dicen que, a veces, muy de noche, cuando hay luna llena y el viento baja del monte, se oyen risas lejanas. Hay quienes juran ver un destello en la oscuridad, como el reflejo de un tejo girando en el aire o una sombra bailando cueca sola sobre la tierra.
Y aunque el pueblo ahora vive más tranquilo, sin rayuela tramposa ni candelillas, ni lola que se vaya con cualquiera, todavía reina un respeto ancestral por el cerro. Porque nadie olvida que ahí jugó el Diablo.